La vieja yacía en su cama, fría y tiesa, como si ya estuviese muerta. Desde hacía años, dormía poco, más bien nada, pues se sentía impelida a vigilar su tesoro. No podía recordar, con exactitud, cuánto tiempo llevaba inmersa en esta misión, pero sí que no debía abandonar su puesto. Como una buena soldado, nunca bajaba la guardia. Unas tijeras, sucias y oxidadas, escondidas en el interior de la funda de la almohada, le servían para cortar los malos sueños. Una vecina del portal donde vivía se lo había aconsejado un día que se cruzaron cuando bajaban la basura. Ella, tras fallecer su último gato, también comenzó  a sufrir largas noches de pesadillas terroríficas y angustiosas, hasta  que una prima le puso al corriente del truco de las tijeras. Aurelia había despreciado a las personas supersticiosas, su inteligencia le impedía comulgar con tantas tonterías, pero, aquella noche, pensó que, quizás, la vecina llevase razón y que no le resultaría tan difícil seguir aquel ridículo consejo e, incluso, por unos segundos, hasta le hizo una pizca de gracia.

La casa estaba en silencio, unos débiles haces de luz, que entraban por la ventana situada en el pasillo, rompían la oscuridad de la alcoba en la que Aurelia dormía a ratos mientras realizaba su imaginaria. La puerta se movió ligeramente, las orejas de la vieja se alargaron como las de una liebre; sin levantar la cabeza de la almohada, contuvo la respiración, sus ojos se abrieron de par en par, enormes como los faros de un camión. Un cuerpo caliente se abalanzó sobre ella y le agarró las nalgas desnudas bajo el camisón, inmovilizándola, sin desviar la vista de sus ojos, rozándole las mejillas con unos grandes y fríos aros de plata. El fuerte aliento a tabaco no distraía a la vieja de su principal objetivo – mantener a salvo el tesoro-. Sin embargo, aquella situación le superaba, no esperaba un ataque por sorpresa. Ingenuamente, fantaseaba con imágenes que le indicaban que, llegado el caso, tendría alguna señal previa, que estaría preparada. Nunca le gustó aquella chica para su hijo, intuía que era una mala persona. Ahora, no disponía de tiempo para discutir con su pasado, para rectificar. De todos modos, no hubiera podido quitársela de la cabeza. Su hijo, desde crío, fue muy testarudo y nunca aceptó consejos de ella. Además, lo apremiante, en este momento, era resolver la situación actual. La mente de la vieja, en plena efervescencia, no dejaba de soltar frutos, torpedos que buscaban un punto de choque, salidas imposibles, soluciones inverosímiles. Notaba los dedos de aquella desgraciada que tenía por nuera, como garfios hincados en su carne, empezaba a sentir náuseas, notaba el  peso del cuerpo de la joven, duro y fuerte, contra el suyo, enjuto y debilitado por la última gripe. La vieja continuaba paralizada, no se atrevía a mover un solo músculo. La chica, en silencio, mantenía la mirada clavada en los ojos de su suegra y los dedos hundidos en sus nalgas. Por unos segundos, la vieja respiró al ver que su hijo entraba en el dormitorio y se sentaba en la cama, suavemente, junto a ella, sin decir nada. Parecía un alma en pena, también la miraba fijamente a los ojos, esbozando una ligera sonrisa, como cuando era niño y se ponía nervioso al ver a su padre enfadado. La tranquilidad duró poco, el niño grande no liberó a la madre, tampoco estableció conexión con la joven. Aurelia, pensó que estaba perdiendo la cabeza, supuso que estaba en el interior de una de sus pesadillas, algo tan siniestro no podía ser real. ¿El ritual de las tijeras habría dejado de funcionar? -Se preguntaba. Pero le dolía el culo, le costaba respirar, necesitaba quitarse aquella garrapata gigante de encima, dejar de sentir su nauseabundo aliento y el helor de los aros de plata sobre su cara, señales que le hacían sospechar que no estaba dentro de una película de cine mudo, que, en verdad, todo aquello, por extraño y escalofriante que resultase, estaba ocurriendo y estaba ocurriendo en su casa, en su dormitorio, en su cama, en su cuerpo y en lo más íntimo, en el fruto de su ser. Quería gritar, partir el silencio en dos, para que hubiese un antes y un después, para despegarse de una situación que la tenía bien agarrada, para saber, de una vez por todas, el desenlace de aquella siniestra experiencia, por cruel que resultase.

Aurelia era una mujer ansiosa, se había pasado la vida anticipando finales y su especialidad eran los finales desgraciados, aunque, muy en el fondo, convivía con una agradable sensación de optimismo que le permitía augurar que, quizás, en el fondo, todo no fuese tan malo. Enviudó a los 65 años y se quedó sola. Su único hijo vivía, desde que se escapó de casa en plena adolescencia, a setecientos treinta kilómetros, en el apartamento de  su novia. Sus amigas la acompañaron durante el proceso de duelo. La invitaban a comer, a dar pequeños paseos por el monte; en verano iban a la playa, pasaban una semana todas juntas y después regresaban, cada una, a su casa. Aurelia quería hacer algo más con su vida. No le bastaba con eso que llaman matar el tiempo, es más, sentía una rabia visceral cuando alguna de sus compañeras de ocio utilizaba dicha expresión. Ella quería crear, proyectarse, sacar algo de sí misma. Se inscribió en un taller de escritura. Le habían dado muy buenas referencias. Lo impartía una profesora de la universidad que tenía varias novelas publicadas. Aurelia comenzó a bucear en su interior, buscando relatos escondidos, camuflados en pesadillas, agazapados bajo sus miedos, entrelazados en sus sueños. Temía perderse en esta búsqueda, o encontrarse, si, por un momento, alcanzaba la victoria el delgado badajo lacado de optimismo que pendía de su bóveda mental. Por desgracia, no ocurrió así. Llegó a estar ingresada en un pabellón para enfermos mentales. Durante su estancia escribió cientos de folios que iba destruyendo al final del día. Le dieron el alta, tuvo que fingir que se encontraba mejor, que los fantasmas la habían abandonado, que ya nadie venía a despertarla y a angustiarla en mitad de la noche, que ya no pensaba que su hijo venía a echarla de su casa.

Los años pasaron, los días, los meses, las semanas, los minutos se alargaban, los relojes se derretían, su cuerpo y su mente se debilitaban. Pasaba las horas metida en la cama, protegiendo, manteniendo a salvo su tesoro. Las amigas ya no la visitaban. Se alimentaba de té y canela en rama, manzanas y almendras que compraba, una vez por semana, en la tienda que un pakistaní había abierto en el semisótano de un edificio de su barrio, una calle más abajo.

La vieja intuía lo que buscaban…. ¿Qué podían pretender estos imbéciles al visitarla en mitad de la noche? ¿Asustarla? ¡No! ¿Reírse de ella, humillarla? ¡No! ¿Asesinarla? ¿Disfrutar con su sufrimiento? ¿Robarle su tesoro? Si era esto último, nunca lo encontrarían; para eso sí estaba preparada. Bajo el colchón que había forrado con billetes de quinientos  euros plastificados -parecía una funda comprada en una tienda de cosas para el hogar, un camuflaje perfecto-, se encontraba lo que ella más valoraba, pero ni su hijo ni nadie lo descubrirían jamás… Se imaginó sacando con sigilo las viejas tijeras oxidadas. Visualizó cómo se las clavaba en el cuello a aquella víbora que no se le despegaba. Escuchó el rugido animal que saldría de su garganta inmunda y el borboteo de la sangre despedida de la yugular que daba riego al cerebro de esa ramera que su hijo le había dado por nuera.

El muchacho comenzó a acariciarle la mano, metió la otra en el bolsillo de su pantalón de pana y sacó una navaja que abrió ante los ojos de la madre. Una gruesa lágrima resbaló por la arrugada y seca mejilla de la vieja. Quiso emitir algún sonido. No lo consiguió. El hijo jugó con la navaja, hurgando con ella bajo las amarillentas uñas de la madre. La tensión era patente, la pareja comenzó a intercambiar miradas, gestos horrendos que provocaron que la vieja se orinase encima. La joven saltó asqueada, la abofeteó y la amarró de pies y manos a los barrotes de la cama con el cordón de seda que sujetaba las cortinas. El chico, que se había levantado, la miraba con desprecio. Volvió a sentarse junto a ella y fue arrancándole las uñas de las manos, una a una. Aurelia, petrificada, no soltaba palabra. El dolor era insoportable, unos alaridos espantosos, que rompieron y ensangrentaron la garganta de la vieja, provocaron una desbandada de murciélagos que dormitaban en la arboleda del parque que había frente a aquel edificio medio derruido, casi deshabitado. Más de la mitad de las puertas de aquellas viviendas que ya nadie quería ni comprar, ni alquilar, habían sido tapiadas por sus dueños, para evitar que se llenasen de vagabundos, drogadictos, delincuentes o mendigos. Un helado viento silbaba fuera, pero la vieja no lo escuchaba, no podía, sólo se escuchaba gritar a ella misma y como a lo lejos, como si ya no estuviese dentro de su cuerpo, como si estuviese alejándose de aquel terror en el interior de uno de los murciélagos que huía dibujando garabatos en la grisácea pizarra del cielo. Quizás aquellos trazos pudieran ser interpretados como una súplica de auxilio, un mensaje de socorro a todo el que pudiese verlo, escucharlo, intuirlo, sospecharlo, pensarlo, adivinarlo, imaginar que alguien en algún lugar de ese edificio en ruinas necesitaba ayuda urgente. Sin embargo, nadie abrió ninguna ventana, ni salió a la calle a ver de dónde venían esos  desgarradores gritos. Un silencio cómplice fue la única respuesta a los terroríficos aullidos de la vieja.

La nuera salió del dormitorio. Pocos minutos después, irrumpió en la alcoba con un rodillo de cocina y le machacó las rodillas. La vieja perdió el conocimiento. El hijo se arrojó encima de su madre y la abofeteó varias  veces para que despertara. Alguien le gritaba, intentaba sonsacarle alguna palabra, pero la vieja ya no le escuchaba.

La dejaron atada en la cama, aunque, con las rodillas hechas añicos, no había peligro de que escapara. Se tomaron un güisqui en la sala de estar. Encendieron el televisor. La vidente de turno le leía las cartas a algún zopenco que había perdido el sueño. Se miraban, callados, con los pies sobre la mesita de mármol, con caras agrias, ella estaba iracunda y sudorosa; él, frío y asqueado. Se tomaron la botella entera y se quedaron durmiendo en el sofá desvencijado.

El frescor y los primeros rayos de luz de aquel amanecer, los despertaron. Todavía somnolientos y con una pegajosa resaca, se dirigieron hacia el dormitorio principal, con el objetivo de  seguirse trabajando a la vieja. Levantaron la persiana con violencia para que se despabilara, mas los que salieron, ipso facto, de su estado de letargo fueron ellos; el estupor les alcanzó en la cara, que echaron hacia atrás, al descubrir vacía la cama ensangrentada. Como locos y maldiciendo, buscaron por todos los rincones de la casa. Comenzaron a discutir. Se echaban la culpa el uno al otro. Él, ciego de ira, le propinó un empujón al tiempo que le gritaba e insultaba. “¡Seguro que la dejaste mal atada, idiota, no puedo confiar en ti para nada, mala puta, desgraciada!” Ella cayó de espaldas desnucándose contra el pico de la mesita de mármol de la salita de estar. Un reguero de sangre se extendió sobre el claro terrazo. Se precipitó sobre ella y continuó golpeándola una y otra vez, hasta que se dio cuenta que ya no respiraba. Sudaba como si acabase de descargar un camión de máquinas tragaperras. Cuando levantó el brazo para secarse con la manga del suéter el sudor de la frente, notó que una brisa fresca le llegaba por la espalda. Se giró con las rodillas todavía apoyadas en el suelo y casi no tuvo tiempo de ver cómo su madre hundía en su pecho unas viejas tijeras oxidadas.

Mª Nieves Martínez Hidalgo

Psicóloga Clínica / Psicoterapeuta Acreditada – https://nievesmhidalgo.com

#HazloPorTi

#CuidaTuSaludMental

Abrir WhatsApp