Sofía acababa de llegar a casa.  Esa tarde, Mercedes, su catequista, les había hablado sobre el dogma de la Santísima Trinidad. Sofía no podía imaginar la posibilidad de que Dios, como ser único, existiese en tres personas distintas. -Esto sí que es un misterio, padre, hijo y espíritu santo,   les decía Sofía a sus amiguitas. Por la noche, durante la cena, se le ocurrió sacar el tema y le preguntó a su padre si él le podría explicar algo que no había entendido en catequesis. A Sofía le interesaba la historia, su imaginación volaba cuando escuchaba cómo Moisés fue encontrado dentro de una cestita de mimbre oculta entre los juncos, en la ribera del río, su vida en el palacio del faraón, la liberación del pueblo hebreo, su paso por el mar Rojo. Sin embargo, había temas y conceptos que Mercedes trataba de introducir sin éxito en las mentes de esos  pequeñuelos de siete años, todavía felices jugando con la tierra y, cuando llovía, pisando su propia imagen reflejada en los charcos. Esto no preocupaba mucho a los adultos y menos a los comulgantes. A la mayoría de ellos le ilusionaba que llegase el día de su primera comunión para vestirse de marinero, monjita o princesa, recibir sus obsequios y ser los protagonistas de aquella fiesta tan especial. No obstante, la mente de Sofía constituía una excepción a la regla, funcionaba de otra manera. A ella le gustaba comprenderlo todo, saber el porqué de las cosas. No cabe duda de que también le agradaban los regalos, pero no a cualquier precio.

Sus padres, Laura y Manuel, intentaban disimular su inquietud; deseaban de corazón que Sofía tomase la primera comunión y no sabían con certeza por qué flotaba en el ambiente esa molesta sensación de que las cosas no iban a suceder con la normalidad esperada. Observaban, desde hacía unas semanas, un cambio de actitud en su hija, la veían silenciosa, seria, distante. Cuando llegaba del colegio, ya no corría a la cocina para tirar y deshacer el lazo del delantal de mamá y darle un gran abrazo, ni se acercaba al saloncito para asustar a papá -que tenía su cabeza sumergida en una montaña de papeles- y, de paso, avisarle de que mamá ya tenía preparada la comida.

-Será que se nos está haciendo mayor. Comentaba el padre.

-No sé, a mí me da el pálpito de que le turba algo que le ha dicho Mercedes en catequesis. Recuerda que, hace dos noches, te estuvo preguntando sobre un tema del catecismo que no entendía. Decía la madre.

En realidad, Sofía tenía serias dudas sobre si hacer o no la primera comunión. Le resultaba complejo imaginar la existencia de Dios y el posible resultado de esta “común-unión”. No terminaba de captar la naturaleza de un ser tan poderoso y tan abstracto a la vez y de cómo Dios iba a formar parte de ella por comer una galletita redonda a la que el sacerdote nombraba como cuerpo de Cristo. Tampoco entendía bien el concepto de pecado. Nunca sabía de qué podía arrepentirse cuando se encontraba en la cola de niños esperando ante el confesionario. Se veía arrodillada frente al sacerdote diciendo: “Padre me acuso de… me acuso de… no sé qué decirle, lo siento, Padre, me he quedado con la mente en blanco”. Se sabía los mandamientos, sí, pero ella quería a sus padres, trataba bien a su hermano y, si decía alguna mentirijilla, siempre era “piadosa”; Sofía no encontraba pecados ni de palabra, ni de obra, ni de omisión, por mucho examen de conciencia que hiciese.

-¡Ay, quizás peco de orgullo! Mi madre dice que si te crees muy buena, estás pecando de soberbia. Le decía Sofía a Lolita, su mejor amiga.

Sofía era una niña alta y delgada. Su pelo negro y rizado caía sobre su frente con gracia. Normalmente, lo llevaba recogido en dos coletas rematadas con sendos lazos de lindo raso azul celeste que le hacía su madre cada mañana. Su piel era blanca como la nieve y tenía los pies y las manos heladas. La naturaleza había dotado a Sofía de una inteligencia muy especial. Era brillante, rápida, sagaz en sus razonamientos. Su padre la había estimulado para que no se conformase con lo que se le decía, para que intentara tener criterio propio. Sofía, sonrojada y con mirada desviada, en un intento de ocultar su vergüenza, planteaba cuestiones en clase que a la propia profesora la dejaban sorprendida, a pesar de sus dos décadas de entregada docencia. Por la tarde, después de hacer sus deberes, Sofía se entretenía haciendo dibujos que, luego, dejaba bajo la almohada de la cama de matrimonio para sorprender a sus padres. Otras veces, salía a la calle a coger hormigas, bichos de bola, mariquitas o lo que descubriese entre las piedras y la tierra, los metía en un bote y los llevaba a escondidas a su  dormitorio, pues su madre le tenía prohibido tener animales en casa.

-Son insectos, mamá, no son animales. Le decía Sofía, cuando se veía descubierta.

En el área emocional, existían ciertas dificultades que los adultos no supieron apreciar. Sofía sentía una gran inseguridad y una elevada tendencia a la culpa que le hacía sufrir bastante, demasiado, quizás, por tratarse de una niña de tan corta edad. Poseía una dependencia afectiva que le llevaba a comportarse como si fuese una persona sumisa, agradable y afectuosa en ambientes que no conocía. Un día, fue a casa de una compañera de clase, Inés, que la había invitado por su cumpleaños. Era una niña nueva en la escuela. A su padre, director de banco, acababan de destinarlo a una oficina de Osuna, el pueblo de Sofía. Habían comprado una casa preciosa. De sus paredes colgaban cuadros con magníficos paisajes marinos, espejos dorados, fotografías de familia. En el salón, rodeada de tantas niñas, Sofía creía haberse comido una de las galletas de Alicia y que, en su particular País de las Maravillas, se había hecho tan pequeña que resultaba invisible a todos los invitados. En lugar de reaccionar  de forma activa y salir corriendo de aquella casa en la que se sentía tan fuera de lugar, se quedó y se tomó toda la merienda, incluso el sándwich de jamón york que no soportaba, sentada en su silla sin moverse, como les había pedido la madre de Inés. El resto de las niñas correteaba por el salón y por el pequeño patio interior. Sus meriendas inacabadas permanecían sobre los platos.

-Portaos bien. Mirad a Sofía, es la única que se lo ha comido todo, mirad, qué buena es. Repetía –alzando la voz- la madre de Inés, mientras las demás niñas corrían y reían.

En aquellos tiempos, Osuna todavía era un pueblo tranquilo de la provincia de Sevilla, tanto que parecía que nunca pasaba ni pasaría nada. La casa de los López –ese era el primer apellido del padre de Sofía-, había sido construida hacía unos veinte años. Era la típica casa de planta baja, sencilla y humilde, con un pequeño jardín trasero en el que Laura cuidaba y regaba sus macetas y tendía la ropa para que se secase al aire libre. Su fachada encalada quedaba recortada por dos ventanas enrejadas y una puerta de madera que dejaba entrever varias capas de pintura marrón chocolate y sobre la que lucía una aldaba de metal dorado en forma de mano. Sofía fantaseaba con aquel llamador pero, aunque se estiraba todo lo que podía sobre la punta de sus pies, no lograba alcanzarlo, así que tenía que llamar golpeando varias veces con sus nudillos sobre la puerta. Los López  habían alquilado esta casa porque estaba muy cerca del colegio y era de las más baratas. Desde que  tuvo los seis años, Sofía iba sola a la escuela y, cuando Miguel, su único hermano, cumplió los cinco, tuvo que encargarse también de llevarlo a él. No le hacía mucha gracia, pero cumplía con esta obligación porque así se lo exigía el guión. El rol de niña buena le iba como anillo al dedo, al menos, eso pensaban sus padres. Cada mañana, Sofía lo acompañaba hasta el pabellón de párvulos y, luego, ella corría a su fila, formada a la entrada de otro edificio de ladrillo rojo, mucho más grande, el de los niños mayores, intentando ser siempre puntual. A las dos, sonaba la sirena, marcando el fin de las clases. Como no se quedaban en el comedor escolar, Miguel esperaba a que su hermana lo recogiese para volver a casa,  juntos y cogidos de la mano.

Desde que Miguel cumplió su primer año, Sofía tuvo que compartir dormitorio con él. Por las noches, cuando su madre les hacía las últimas caricias, les daba los últimos besos y apagaba la luz, charlaban a media voz para que no los pillasen y les mandasen callar. Jugaban a adivinar figuras de animales en las sombras que flotaban en el techo; se hacían cosquillas, reían y, a veces, también lloraban y se consolaban mutuamente cuando se habían ganado una regañina de sus padres.

Miguel sentía celos de su hermana. Sofía destacaba en todo y sus padres la felicitaban con frecuencia; cuando hablaban por teléfono con los abuelos o con los tíos que vivían en Córdoba, siempre la nombraban a ella. Desde su pequeña estatura, Miguel veía cómo la cara de sus padres rebosaba de felicidad, cada vez que informaban de los sobresalientes, de las medallas de honor por buena conducta, de los premios conseguidos en los concursos de dibujo… Sin embargo, cuando alguien les preguntaba por el benjamín de la casa, su expresión se tornaba seria y Miguel captaba la cara de sus padres desinflándose,  como si de una rueda de bicicleta recién pinchada se tratase.

Miguel era tartamudo, tenía dificultades para aprender a leer y escribir y una delgadez extrema que le hacía objeto de las burlas de sus compañeros.

-¡Pa-pa-pa-lote, pa-pa-lote de Palín! –le coreaban a su paso cada vez que salían al recreo. Su timidez era tal que no se atrevía a decir nada ni a sus padres ni a sus profesores. Era un muchacho inteligente y llevaba el tiempo suficiente en el colegio para saber lo que le sucedía a los chivatos. En clase, doña Rosario, lo había colocado en el primer pupitre, junto a ella, para prestarle una mayor atención. Esto le hacía sentirse bien, porque, al menos, mientras permanecía en el aula, sus compañeros no se metían con él.

Una tarde de finales de invierno, Miguel, al ver que su hermana no venía a recogerlo y que ya no quedaban casi niños en el colegio, sintió miedo y, sin pensarlo mucho, se encaminó hacia su casa. Cinco chicos, probablemente de quinto o sexto curso,  apoyados contra la pared, se pasaban un pitillo en una calleja solitaria. Miguel sabía de la existencia de este callejón. Un día que Sofía se enfadó y lo dejó solo, lo atravesó corriendo y descubrió que era el camino más corto para llegar a casa. Miguel echó por aquel callejón. Veloz como una gacela, avanzaba a grandes zancadas, tratando de alcanzar la meta antes de que su imaginación comenzase a jugar con él, haciéndole escuchar pisadas, notar la húmeda y cálida respiración de un extraño en su cuello o sentir que un ser fantasmal tiraba de su mochila rozándole la espalda. Cuando vio a los muchachotes, supo que se había equivocado al elegir el camino más corto. Su cuerpo quedó paralizado. Por un momento, pensó en volver sobre sus pasos, pero sus pies se habían hundido bajo los adoquines.

 -¡Pa-pa-pa-lote, pa-pa-lote de Palín! ¿Qué prisa llevas? ¿Dónde está tu hermanita, blandengue! ¡Gallina, que eres un gallina! ¡Tartaja, tartaja! – Le repetían una y otra vez, dándole suaves empujones hacia un lado, más contundentes hacia otro, hasta que le hicieron perder el equilibrio y cayó de espaldas contra el duro pavimento.

Le arrancaron la mochila de los hombros y la lanzaron contra el suelo, vaciándose, tras el impacto, parte de su contenido; le hicieron quitarse los pantalones y los zapatos, los metieron dentro de una de sus mochilas y echaron a correr, riendo a carcajadas; uno de ellos se giró y, gritándole -¡eres un mierda!-, le lanzó una piedra que le abrió una pequeña brecha en la frente. En ese instante, el cerebro de Miguel rompió la parálisis que envolvía todo su cuerpo enviando minúsculos temblores a sus rodillas que, en breve, aumentaron de intensidad de tal modo que parecía que iban a salirse de sus piernas; el miedo hacía que todo girase, en blanco y negro, en torno a él; un intenso zumbido atascaba sus oídos como si se hallase en el centro de un tornado; la lengua, pegada al paladar, le impedía emitir sonido alguno. Logró ponerse en pié y acertó a dar un paso, uno sólo y, después, poco a poco, fue dando alguno más. Un señor que pasaba por allí, al verlo en ese estado, se acercó, metió los libros que había desparramados sobre el suelo en la mochila y se la echó al hombro; a él lo cogió entre sus brazos y lo metió dentro de una furgoneta que tenía aparcada al final de la callejuela. Miguel, en un estado de semiinconsciencia, notó cómo lo dejaban caer  sobre una superficie mullida y fría. Con el traqueteo del automóvil, Miguel descendió a un profundo nivel de sueño en el que, a lomos de un unicornio alado, surcaba corrientes de aire caliente, atravesaba nubes de nata y fresa y se deslizaba por los toboganes de un arco iris de gomaespuma. 

Cuando Miguel abrió los ojos, notó que estaba echado en un duro sofá y tapado con una manta rasposa y deshilachada. Al rato, descubrió un gatito que, con sigilo, se había echado sobre sus pies, proporcionándole un calorcito muy agradable. Una bolita de pelo gris que ronroneaba al tiempo que aseaba a lametazos una de sus patitas. Miguel lo observaba y, todavía atolondrado, iba despertando y preguntándose dónde estaba, qué le había sucedido y cómo había llegado a aquel lugar. Su último recuerdo lo situaba tirado sobre los duros adoquines de una calleja deshabitada, descalzo y casi desnudo. Poco a poco, fue atreviéndose a girar su cabeza para ver dónde estaba y qué había  a su alrededor. No veía ni escuchaba a nadie en aquella habitación. Estaba completamente solo. Cuando miró hacia la derecha, Miguel vio una lámpara de pié con la pantalla raída que proyectaba la única y débil luz que iluminaba la sala y un viejo sillón de madera con una tapicería escocesa oculta bajo antiguos lamparones; al fondo, en unas estanterías metálicas oxidadas, se amontonaban cajas de zapatos, botellas de vino, botes de tomate, una colección de muñecas vestidas de primera comunión dentro de sus cajas de plástico, todo cubierto por un velo de polvo amarillento. Miguel giró su cabeza a la izquierda, deteniendo su mirada ante un cuadro que llamó su atención. En el centro del lienzo, un señor atado a un árbol sangraba por las heridas abiertas en su cuerpo. La visión de las flechas atravesando las piernas, el pecho y  el vientre de aquel hombre desnudo casi le hizo desvanecer. Un escalofrío recorrió su espalda y desvió su mirada hacia arriba. Del techo colgaba un farol con varias cristales rotas y una enorme telaraña. Ningún otro ser vivo a su alrededor, salvo el gatito y algún insecto. Se estaba  quedando dormido de nuevo, cuando escuchó unos pasos y descubrió una sombra, que se acercaba alargándose proyectada sobre la pared. Alguien había entrado en la sala.

unos ojos azules, redondos y muy abiertos, una nariz gruesa… una cabeza sin pelo… ¡ay! … me muero de miedo… unos labios arrugados con una sonrisa que me hace temblar de nuevo… parece el fantasma de un malvado payaso de circo que me mira fijamente desde arriba… está pensando en hacerme mucho, mucho daño… un día, tenía que ocurrir… sabía que  era real, que ese terrorífico fantasma que me persigue cada vez que estoy solo, incluso en el pasillo de mi casa, existía…  existe, se está sentando en el sofá, junto a mis flacuchas piernas…no habla… se inclina sobre mi rostro, noto su aliento apestoso… comienza a acariciarme las mejillas igual que mi madre al darme las buenas noches… mami, ven ya a por mí… papi, ven pronto… ahora, está pasando sus dedos por encima de la herida que tengo en la frente, noto la sangre seca… apenas me duele… ¿qué hace?… se está metiendo la mano en el pantalón…  … ¿qué me va a hacer?…  saca la mano… respiro… de su bolsillo extrae un pañuelo rojo…  me lo pone alrededor de la cabeza y tapándome los ojos, me dice que vamos a jugar a un juego mientras mis padres vienen a recogerme… 

Sofía corría sola. El día anterior, Miguel se había soltado de su mano cuando iban a cruzar la calle. Enfadada con él, le hizo prometer que no lo volvería a hacer mientras le daba un pellizco “de monja” en el brazo. La respuesta de Miguel consistió en propinarle una patada que  hizo saltar las lágrimas de los ojos de su hermana. Estaba harto de que todos se metiesen con él y le hiciesen daño. Algunos niños que salían del colegio en ese momento, se rieron de ella por lo que había pasado. Sofía agarró con fuerza la mano de su hermano y tiró de él, arrastrándolo –casi literalmente- hasta su casa, con el firme propósito de no volver a hacerse responsable de él, pero sus padres –como siempre- hablaron con ella y suavizaron su actitud. ¡Sofía era tan buena!

Aquel día, al finalizar las clases, unos cuantos compañeros de clase, que, al igual que su hermano Miguel, también la envidiaban por sus logros y por el reconocimiento y las felicitaciones de sus profesores, le recordaron lo ocurrido entre bromas: -¡Sofía, no puedes con tu hermano pequeño, a ver si, hoy, te da otra patada! ¡eres una niñera pobre, una cenicienta, sólo te falta la escoba… ja, ja, ja!

La vergüenza, la rabia y el orgullo le hicieron mentir.

 – Ya no tengo que cuidar de mi hermano. Me voy sola. -Les dijo Sofía, muy seria, y, cruzando velozmente el vestíbulo del colegio, salió a la calle en dirección a su casa, sin pasar a recoger a Miguel.

qué pesadez  tener que tirar de Miguel, es un idiota y, encima, tartamudo…le va a volver a dar patadas a otro… qué se ha creído el mocoso este… a mí no me deja más en ridículo… estoy cansada de tener que pasar vergüenza delante de todos… y mis padres, allí, calentitos en el brasero de casa… y la niña buena, perfecta samaritana, cuidando de su hermano, como dice con retintín Mercedes, mi catequista,… pues no pienso hacer la primera comunión y, si voy al infierno, mejor…no quiero ser buena… quiero ser una gran pecadora…mala, mala… se acabaron las buenas notas, y las medallas…y las buenas obras…honrarás a tu padre y a tu madre… sí, sí, que me quieran ellos a mí y me quiten esta obligación… lo juro… no hago la primera comunión…me desapunto de catequesis… ya está… en cuanto llegue a casa, me preguntarán por Miguel, yo callaré, ellos irán subiendo el tono, gritarán y saldrán a la calle a buscarlo, que es lo que tendrían que hacer todos los días, ir a recogerlo al colegio… a mí me gustaría salir de clase con mis amigas, charlando tranquilamente… jugaría un rato a la rayuela, a la comba… nos acercaríamos a la tienda de golosinas…

… no sé… Miguel es tan pequeño… me da pena… ¡una porra! …pena… pena, la mía, que se ríen de mí por tener que llevarlo de la mano…

… y si le pasa algo…  pues si lo atropella un coche, que se aguante,  así aprenderá a no  darme patadas… no sé… me  da pena… me da miedo…  si de verdad le pasa algo, me voy a sentir fatal…

Sofía lo pensó mejor, giró sobre sí misma y se dirigió  de nuevo hacia el colegio. Quería a su hermano y no soportaba la idea de que le sucediese algo malo. La puerta metálica de la valla exterior estaba cerrada. No quedaba nadie en los alrededores. Hacía frío, el sol se había ocultado tras unas oscuras nubes que amenazaban con descargar. El viento balanceaba las desnudas ramas de los árboles del patio de recreo. Angustiada, en su cabeza se agolpaban pensamientos e imágenes sobre lo que su hermano podía haber hecho, al verse solo. Sofía sabía que a Miguel le perseguía un fantasma, el mismo que, en algunas ocasiones, todavía la asustaba a ella.

… no es posible… se ha marchado solo… no me lo puedo creer… este crío es tonto… mira que irse solo… a dónde habrá ido…  es tan miedoso… seguro que se ha ido derecho a casa…  habrá elegido el camino más corto… ¡el callejón!… ojala que lo encuentre…. Corro más rápido que él, sí, lo alcanzaré… Miguel me tendría que haber esperado… aunque tardase… no hace nada bien… siempre lo recojo… no sabe esperar un poco… parece idiota… como lo encuentre ahora le voy a arrear un tortazo… meterme en este lío, el flacucho tartaja…  

….madre mía… no hay nadie…el callejón también está vacío… en el suelo… no… sí, es su estuche de lápices y está roto… no veo nada, mis ojos se están empañando… ahora, no puedo ponerme a  llorar…  tengo que seguir buscándolo… pero por dónde…. Miguel, Miguel, dónde te has metido… Señor, Dios, perdóname… seré buena… envíame una pista, una señal… por favor, seré muy, muy buena, te lo prometo… dime dónde está… si lo encuentro, haré la comunión… rezaré todas las noches diez avemarías y quince padrenuestros… no puedo volver sola a casa…si le pasa algo a mi hermano…me tiro por un barranco…me muero… lo quiero tanto… Señor, Dios, si quieres, hago penitencia… una con la que sufra mucho… me puedo morder los padrastros y tirar de ellos hasta que me sangren los dedos… o meterme piedrecitas en los zapatos para ir cada mañana al colegio…  o arrancarme todas las pestañas la noche antes de hacer la primera comunión… con mi vestidito blanco de gasa, llevaré los ojos hinchados y ensangrentados y todos verán qué he sido castigada por ser una niña mala… pero dime, por favor, te lo ruego, dime dónde está Miguel… ¡quiero que aparezca ya!…

Sofía tuvo que volver sola a casa, apretando entre sus manos lo único que encontró de su hermano, el estuche de lápices roto. No vio a nadie en el callejón para poder preguntar si habían visto a  un niño pequeño solo. Sus padres salieron como locos a la calle, Sofía lloraba desconsolada.

Los vecinos, alertados por los gritos, acudieron en su ayuda y comenzaron a buscar a Miguel por todos sitios. Se fue corriendo la voz y, a media tarde, en Osuna, todo el mundo sabía que el pequeño de Laura –la hija del botijero- se había perdido. Como se hacía de noche y el niño no aparecía, dieron parte en el cuartel de la Guardia Civil. El teniente,  que también era osunense, los conocía y les atendió de forma cordial y con profesionalidad. Vicente envió a dos parejas de guardias civiles a peinar el cuadrante que englobaba el colegio y el barrio donde vivían Laura y Manuel.  Organizó a los vecinos que se prestaron a iniciar una batida por la periferia del pueblo.  Sofía se quedó con su abuela materna. Laura volvió a casa en contra de su voluntad, ella también quería estar en la calle, buscando a su hijo, pero el teniente le dijo que su lugar estaba en el domicilio familiar,  por si volvía Miguel o por si algún vecino se acercaba a dar algún tipo de información sobre el niño. Manuel encabezaba el grupo que buscaba por la zona del cementerio. Nunca hubiera querido verse en esta situación. Era un hombre tranquilo, que  apenas salía a la calle, ni tan siquiera para ir al fútbol los domingos, como hacían todos los compañeros de la fábrica. Manuel había elegido el turno de noche. Si se rompía alguna máquina o se producía cualquier contratiempo, allí estaba él, bien despierto, para solventar los problemas que surgieran. Al salir del trabajo, se echaba unas horas en la cama y, hacia las doce, se levantaba para repasar las facturas que se iban acumulando, pues también se encargaba de llevar la contabilidad de una pequeña empresa familiar que había montado su hermano. De este modo, ganaba un dinero extra que les venía muy bien, dado que Manuel prefería que su mujer no trabajase fuera del hogar.

La búsqueda se prolongó hasta que la visibilidad fue totalmente nula. Los voluntarios quedaron a las 7 de la mañana del día siguiente en la puerta del cuartel.

Sofía, ya acostada en el dormitorio, hablaba con su abuela. Ella intentaba serenarla. Le decía que se durmiese pronto, que su hermano Miguel estaría en casa por la mañana y todos volverían a ser felices.

…tiene que aparecer…se habrá quedado dormido en algún lugar… alguien lo habrá  recogido en su casa para que pase la noche… hace mucho frío…mañana por la mañana, cuando me despierte, estará en la cama de al lado, abrazadito a la abuela…  todo habrá sido una pesadilla absurda…

… mis padres me han dicho que no llore… que a Miguel no le va a pasar nada… sé que me lo dicen sólo para que me tranquilice… pero no es verdad… ellos tienen la cara muy seria… mi madre no para de tocarse la ceja, como cuando está nerviosa por algo…mi padre ha vuelto a meter la cabeza entre los papeles…no pueden dormir… y a mí me mandan a la cama… no puedo cerrar los ojos… si los cierro, viene el fantasma… lo noto porque siento un escalofrío en mi espalda… estoy deseando que salga el sol para levantarme y abrazar a mi hermano… voy a rezarle a la Virgen María, seguro que ella me escucha y me ayuda… Dios te salve, María, llena eres de gracia… protégeme del fantasma… échalo de la habitación… aléjalo de mí y de mi hermano… Virgencica mía, abraza a mi hermano, dale calor, que no pase ni frío, ni miedo, ni pena… Virgencica, madre de todos los niños, protégelo… allí donde esté, cúbrelo con tu manto dorado, sécale las lágrimas con los dedos de tus manos, dile que, cuando salga el sol, este mal sueño habrá terminado… dile que volveremos a reír… que nunca más le dejaré solo… perdóname Señor Dios y ve en busca  de Miguel, acércalo a casa, cogido de la mano, que no se suelte… Padre nuestro que estás en los cielos…

Manuel se despierta y se levanta del sillón alarmado, no sabe cuánto tiempo lleva dormido. Ve que su mujer está en el sofá. Anoche, cuando por fin, el sueño la doblegó, Manuel la cubrió con una colcha de lana. Sólo se le ve parte de su larga y abundante cabellera. Mientras llegaba el alba, la salita se ha quedado helada. En la habitación de los niños, Sofía y la abuela duermen todavía. En la cocina, se calienta la cafetera, Manuel se asea y se viste. Faltan 15 minutos para las 7 y quiere estar allí el primero. Se sirve el café, pero sólo el aroma, le hace sentir náuseas. Se marcha sin tomar nada. El teniente lo saluda con una buena noticia, del cuartel de la Guardia Civil de Sevilla le han enviado refuerzos para hacer un rastreo más exhaustivo. Manuel recibe abrazos, apretones de manos y palabras de ánimo y optimismo de sus vecinos. En la mente de todos está la idea de que esa misma mañana van a encontrarlo, el pensamiento que impera es que el niño se habría extraviado al salir solo del colegio y, al caer la noche, se habría refugiado en alguna caseta de la huerta.

El teniente, por su gran experiencia, es realista y se muestra cauto y parco en la información que transmite a familiares y voluntarios. Sospecha que algo malo le ha sucedido al niño. Pudo haberse caído a un pozo, o aparecer flotando –sin vida- en una balsa. El teniente sabe que, en este  tipo de investigación, el tiempo es oro. Se reúne con sus subordinados para organizar con presteza las diligencias que se llevarán a cabo para encontrar a Miguel. Vicente ordena al cabo Ramírez que divida a los voluntarios en cinco grupos, al frente de cada cual irá un agente de la guardia civil. Partiendo del colegio, iniciarán la búsqueda de Miguel en diferentes direcciones. Dos grupos rastrearán los alrededores de Osuna Norte. Un grupo buscará a Miguel en dirección Sur. En éste va Manuel que, a paso ligero, va llamando a todas las puertas de las casetas que van encontrando, aunque a primera vista parezcan deshabitadas o medio derruidas.

El agente García, responsable del grupo que peinaba la zona de Osuna Este, avisa por radio al teniente. Son las 7:30 de la mañana y ya han descubierto una pista que puede ser de gran utilidad. Han encontrado un zapato de la talla 32 que parece coincidir con la descripción que dio la madre de Miguel respecto al calzado que éste llevaba puesto el día de su desaparición. Vicente da la orden de que recojan con cuidado la prueba e,  introduciéndola en una bolsa, la lleven al cuartel y avisen a Laura para que pueda confirmar si el zapato pertenece a su hijo. Mientras, el resto de operativos continua con la búsqueda, Laura entra casi sin respiración en el despacho del teniente, pero, nada más ver la bolsa de plástico transparente, comienza a mover la cabeza negativamente. No se trata del zapato de su hijo. Laura no sabe si alegrarse o no y vuelve derrotada a su casa.

A las 8.15, una nueva llamada por radio alerta al teniente y éste da las órdenes pertinentes para que todos se reúnan en el cuartel.

Manuel, que ha llegado corriendo a las dependencias de la guardia civil, frena en seco, inspira hondo y entra trémulo en el despacho de Vicente. Se quita la gorra y la retuerce entre sus manos frías. Le piden que tome asiento, han encontrado un niño en un banco de la estación de tren. Estaba envuelto en una manta, sin pantalones, descalzo y con un pañuelo rojo tapándole los ojos. El jefe de estación lo ha descubierto esta misma mañana. Ya lo traen, han avisado también al médico. Un guardia civil entra con Miguel en los brazos. Manuel lo abraza, comprueba que está bien, que respira, aunque sumido en un profundo sueño. Lo besa en la frente, le acaricia la cara. El doctor le hace un reconocimiento físico superficial y solicita una ambulancia para trasladarle al Hospital Comarcal, allí le practicarán las pruebas que sean necesarias para comprobar de una manera más detallada, su estado de salud. Cuando Laura entra en el despacho y ve a su hijo desnudito, llora y grita.

-¿Qué le han hecho a mi hijo? ¿Qué le ha sucedido? ¿Quién ha podido hacerle esto?

Se dirige al teniente, exigiéndole que aclare los hechos a la mayor brevedad. Vicente le pide que se tranquilice, que, ahora, lo importante es velar por la salud del niño. Hay que llevarlo al hospital para evaluar si ha sufrido alguna lesión interna de gravedad. Ellos se encargarán del resto y darán con el o los responsables de los hechos.

En casa de los López, la abuela de Sofía duerme todavía junto a su nieta. Laura no ha pensado en ellas. Cuando un agente de la guardia civil ha ido a avisarle de lo sucedido, se ha puesto un chal por encima y, sin despertarlas,  ha salido como un rayo a la calle, montándose en el coche oficial.

La abuela se ha despertado con el ruido del motor del automóvil y ha podido escuchar la buena noticia. La persiana, un poco enrollada, deja pasar la luz de la mañana. ¡Sofía, despierta! -dice la abuela a su nieta.

…por fin, la luz… sabía que, en cuanto abriese los ojos, la pesadilla se habría terminado… mi abuela, con su cara de luna llena, me mira con ojos alegres… mi hermano está bien… ahora, tendré que pagar por mi pecado… soy borde… soy cruel…soy una mala hermana… ahora tendré que cumplir mi penitencia… cada noche te rezaré Virgen María…te pediré que me perdones… a ti, Señor Dios, te doy gracias por haberme devuelto a mi hermano… perdóname por haber dudado de tu existencia… ahora, sé que estás ahí, cuidando de todos nosotros… cada noche, antes de dormir, te rezaré quince padrenuestros y, la víspera del día de mi primera comunión, me arrancaré todas las pestañas… mis ojos se hincharán… secaré mis lágrimas…. esperaré la reprimenda de mi madre, la mirada seria de mi padre… me pondrán el vestidito blanco de gasa… Miguel me mirará aterrorizado, pensará que el fantasma que nos persigue me ha hecho daño en los ojos…

…a medida que avance en procesión con mis compañeros de catequesis, por el pasillo central de  la iglesia, todos se girarán, clavándome sus miradas… el lirio que sujetaré entre mis manos irá manchado con gotitas de sangre… con la vergüenza y el dolor, expiaré mi pecado…

Mª Nieves Martínez Hidalgo

Psicóloga Clínica / Psicoterapeuta Acreditada – https://nievesmhidalgo.com

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