Necesitamos ser acariciados. Las caricias verbales y físicas estimulan nuestro cerebro y favorecen el crecimiento saludable y equilibrado del ser humano.
Deseamos que nos presten atención y con tanta fuerza que cuando no lo alcanzamos de forma natural, espontánea o ante conductas positivas, desarrollamos comportamientos negativos para conseguir dicha atención, aunque sea a través de regañinas, sermones o castigos.
Es doloroso sentir que no se es importante para aquellas personas a las que uno quiere. La falta de atención o la atención negativa ocasionan daño emocional y/ o físico y conduce a relaciones humanas infelices.
«Me acaricias con tu mirada»
«Tus palabras acarician mi alma»
Estas son algunas frases que escuchamos o leemos en muchas ocasiones.

Las caricias reales o simbólicas son muestras de reconocimiento, significan que tú estás ahí para el otro, que eres importante para él.
Cuando una persona es dejada de lado, ridiculizada, ninguneada, humillada o rechazada, está siendo tratada como si fuese un ser insignificante, rebajada de categoría.
Cuando no te toman en serio, cuando le restan importancia a un problema que estás contando, cuando alguien o tú mismo te dices que no puedes solucionar una preocupación o conflicto, estás recibiendo o prestándote una atención negativa.
Tenemos necesidad de caricias y de reconocimiento.
Hay caricias, como los saludos convencionales en la calle, que también son necesarias y útiles para mantener ese sentimiento de autoestima y valía. Cuando nos encontramos con alguien y no tenemos tiempo nada más que para un saludo rápido: Hola, ¿qué tal estás?- en la mayor parte de los casos no pretendemos una respuesta extensa acerca de todos los problemas de salud de nuestro amigo o vecino, en ese momento tan sólo queremos que nos conteste de forma convencional: bien, ¿y tú?- Pues se trata de un breve encuentro y con este cordial saludo recibimos y regalamos una caricia que mantendrá en buen estado nuestra relación de amistad o vecindad y nuestra propia sensación de bienestar.
La intimidad sí implica un interés verdadero. Es un nivel más profundo de encuentro humano y suele puede producirse en situaciones más especiales y en función de la capacidad para la intimidad que posean cada una de las personas que se reúnan.
La intimidad se genera en esos contactos que despiertan sentimientos de ternura, empatía y cariño.
En las modernas relaciones sociales, la intimidad se ha convertido en un lugar «raro», un antro poco visitado. De modo paradójico, en una época en la que las personas vivimos masificadas, reunidas en pequeñas o grandes ciudades, tendemos a aislarnos más y jugamos a fingir que no nos vemos unos a otros. Nos reencontramos en jardines, centros comerciales o paseos, con vecinos, amigos o conocidos y giramos la cabeza hacia otro lado, nos cambiamos de acera, simulamos una llamada telefónica, cualquier cosa con tal de no cruzar ni una mirada de reconocimiento.
Cuando vas por la calle y buscas con tu mirada acariciar la mirada del otro, te detienes ante el choque sorpresa de unos ojos que surgen ante ti, fijos y vacíos, aparentemente, esos ojos no nos dicen nada, no nos ven, no quieren vernos.

¿Es el narcisismo extremo el que genera la ceguera del siglo XXI?
¿Acaso si no saludas, si no reconoces a los demás, te sientes superior, único, guay, distinto?
¿Por qué tememos este encuentro con el otro?
¿Por qué esa necesidad de castigar con una mirada -trágicamente mágica- que transforma a los seres humanos en invisibles? ¿Es para satisfacer esa necesidad de superioridad?
¿Por qué no nos acariciamos más unos a otros?
Apiñadas en el autobús o en el metro, pegadas en la cola de la panadería o de la oficina de empleo, las personas se mantienen distantes unas de otras. La intimidad se ha convertido en un lugar que se teme y se evita porque implica riesgo, como la vida. En el reino de la intimidad, los seres humanos son más vulnerables pues se dan a conocer en profundidad y exteriorizan sus sentimientos de afecto o de rechazo. El narcisismo nos obliga a no ponernos en peligro, somos tan perfectos y tan «bellos» que nos horroriza correr el riesgo de sufrir una fisura en el espejo de nuestra imagen, de cargar con una mancha en el expediente, un fracaso, un rechazo, una humillación, una arruga en el pantalón. Pecamos de soberbia, y esta actitud nos impide aproximarnos, acariciar a esa persona que dice querernos, abrirnos a ella, mostrarnos tal y como somos, porque ¿qué van a pensar o, peor, qué van a decir de mi? ¡Vaya una imagen que voy a dar!- nos decimos prestándonos una atención negativa, utilizando un lenguaje interior bastante irracional.
Por ello, es importante, ser consciente del valor de la humildad, del valor de aceptarnos tal y como somos, con imperfecciones, con limitaciones, y comprometernos con nosotros mismos y con los demás en la realización de proyectos que nos permitan seguir acariciando y acariciándonos, reconociendo a los otros y reconociéndonos a nosotros mismos.
Una tarea pendiente: acariciar a los demás y acariciarse uno mismo con comentarios positivos, naturales, directos y adecuados a la situación y a las circunstancias que nos rodean.
Desde que venimos al mundo, nuestra salud mental y física depende, entre otros factores, de la forma en que fuimos acariciados y reconocidos durante la infancia y la adolescencia. A lo largo de la juventud y de la madurez podemos cambiar nuestra manera de tocar y de relacionarnos con el mundo, en general, y, con las personas que amamos, en particular.
Mª Nieves Martínez Hidalgo
Psicóloga Clínica / Psicoterapeuta Acreditada – https://nievesmhidalgo.com
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