La experiencia de los cuidados tiene implicaciones y significados diferentes para mujeres y hombres, ya que, solo forman parte de los roles de género de las mujeres (Crespo y López, 2008).

El aumento de la cronicidad de las enfermedades y de las personas dependientes como consecuencia del envejecimiento de la población es una realidad, como también lo es que las mujeres son las principales implicadas en el cuidado familiar.

La función del cuidado familiar queda adscrita a las mujeres motivado por un sentimiento de obligación naturalizado en el rol de género femenino. Además, esta decisión se enmascara sobre un falso consenso, porque aun habiendo posibilidades reales de que un hombre se establezca como cuidador principal, se suele optar por que la cuidadora sea una mujer (Mier, Romero y Canto, 2007).

Según «la ética del cuidado» de Carol Gilligan (1985), la actuación moral de las mujeres se centra en la responsabilidad que surge de la conciencia de formar parte de una red de relaciones de interdependencia, porque su identidad está fuertemente constituida de manera relacional, en relación a otro. Por otro lado, el modelo moral masculino se fundamenta en los «derechos del individuo», de separación y autonomía. La agresividad, competitividad y el egoísmo pasan a ser elementos constitutivos de la ética masculina, frente al cuidado y la responsabilidad hacia los demás que subyacen en la actitud femenina.

Que las mujeres tengan una especial predisposición para el cuidado y una actitud moral propia no es más que el resultado de la socialización femenina desde la primera infancia, el contexto de relaciones que entablan y las expectativas que se generan hacia ellas (Noddings, 1995; Ruddick, 1989).

La atribución naturalizada de los cuidados como papel de la mujer junto con su deseo de desarrollo personal, conforma un lucha interna que termina con una yuxtaposición de roles (cuidados más trabajo fuera del hogar) que son difíciles de llevar a cabo llevando a una disfunción en la realización de alguno de los roles, asociado a desgaste físico y emocional, denominado «el síndrome del cuidador» (Jiménez Ruiz y Moya Nicolás, 2018), y este trabajo las hace vulnerables al aislamiento y la exclusión social (De la Cuesta, 2016).

Compatibilizar los cuidados y el trabajo fuera de casa, solapando el rol tradicional de mujer (ser para otros) y el moderno, que pide el desarrollo de la propia individualidad, causa en las mujeres una mayor sobrecarga y más factores de riesgo para la salud y la calidad de vida de las mujeres (Larrañaga et al., 2008).

La esperanza de vida de las mujeres es más alta que en los hombres en similares condiciones socioeconómicas y en casi todas las sociedades. Pero existe la denominada «paradoja de la mortalidad» (Danielson y Lindberg, 2001), según la cual los hombres mueren antes que las mujeres, pero éstas presentan una peor morbilidad, es decir, viven más tiempo, pero con más problemas de salud. Además, las mujeres presentan una peor salud autopercibida, padecen con mayor frecuencia enfermedades agudas, trastornos crónicos no mortales y niveles más altos de discapacidad a corto y largo plazo (Artazcoz et al., 2004).

Muchas investigaciones muestran el impacto que tienen los cuidados en la salud física y mental de las personas que cuidan (Hansen y Slagsvold, 2013; Schulz y Sherwood, 2008; Pinquart y Sorensen, 2006; Vitalino et al., 2003).

Entre los efectos negativos de ser cuidador sobre la salud, encontramos el estrés crónico por la sobrecarga física y psicológica que soportan (Guedes y Pereira, 2013; Pinquart y Sorensen, 2006; Crespo y López, 2008; Schulz y Sherwood, 2008; Vitalino et al., 2003), en términos de cantidad, intensidad y condiciones inadecuadas (Durán, 2012). En otros estudios también se han encontrado puntuaciones más altas en estrés en las mujeres explicadas por las diferencias de género en la socialización y asunción de las tareas domésticas, cuidados de hijos y personas dependientes (Hurtado, Martín y Luceño, 2008; Raggio y Malacarne, 2007).

Las investigaciones científicas muestran de manera consistente que las mujeres cuidadoras padecen más morbilidad psiquiátrica (Yee y Schulz, 2000), mayores niveles de estrés (Pearlin, Turner y Semple, 1989), sobrecarga y depresión (Bookwala y Schulz, 2000; Sugiura et al., 2009; Bedard et al., 2005) y peor percepción de su salud (Pinquart y Sorensen, 2006). En concreto, el perfil de persona cuidadora con mayor impacto en la salud es el de mujer de mediana edad, con menor nivel educativo, sin empleo remunerado y de clase social menos privilegiada (Vlachantoni et al., 2013; La Parra, 2001; García- Calvente et al., 1999).

Así mismo, existen riesgos específicos relacionados con el hecho de ser ama de casa como una peor salud física, peor autoestima, apoyo social y satisfacción vital más baja que otras mujeres en otras condiciones de trabajo (Sánchez–López, Aparicio-García y Dresch, 2006; Artazcoz et al., 2004). Briscoe (1982) también encontró que las amas de casa eran uno de los grupos con menor nivel de bienestar psicológico.

Debido a las cargas que suponen las tareas domésticas y de cuidados, las mujeres pueden presentar mayor cantidad y variedad de manifestaciones somáticas (fibromialgia, fatiga crónica, colon irritable, etc.), incluidos síntomas y dolor sin causa orgánica, por ello consultan más y tienen mayor riesgo de ser medicalizadas que los hombres, especialmente con psicofármacos (Saavedra San Román, 2013).

Además, el cuidar a personas dependientes se asocia con consecuencias negativas para la salud física y psicológica ya que las personas cuidadoras padecen mayores niveles de sintomatología depresiva y ansiosa e informan de una peor salud física (Pinquart y Sorensen, 2003; Sánchez-Anguita, Conde, de la Torre y Pulido, 2008).

Esta división sexual del trabajo para la mujer, el sentirse obligadas a asumir los roles de cuidado, el desempeño de tareas domésticas, la dificultad o imposibilidad de desarrollo en el trabajo remunerado, la dependencia emocional y/o económica, la sobrecarga de roles, etc., pone en peligro la salud de las mujeres, especialmente en salud mental, donde la depresión es más prevalente en mujeres amas de casa (Rodríguez-Sanz, Carrillo y Borrell, 2005).

En cambio, los hombres con rol de género tradicional o en transición (que no ejerzan corresponsabilidad en las tareas domésticas y en el cuidado), el estado civil casado es un factor de protección debido a que reciben por parte de sus parejas, apoyo emocional y ayuda para promocionarse en sus trabajos y un mayor reconocimiento social (Artazcoz, Cortès, Borrell, Escribà-Agüir y Cascant, 2011; Valls-Llobet, 1990; Arber, 1991).

Por otro lado, las mujeres coherentes con el rol tradicional de género y aquellas que se encuentran en un rol en transición (sin la corresponsabilidad de sus parejas), presentan un mayor riesgo para su salud al soportar la sobrecarga física y afectiva del cuidado, el aislamiento en el espacio doméstico o las dificultades para el desarrollo y organización con el trabajo productivo, la posición de subordinación sujetas al ideal de feminidad pasivo, la dependencia emocional y/o económica, la falta de apoyo social, los conflictos de pareja, incluida la violencia ejercida por sus parejas o exparejas, la responsabilidad ante las enfermedades y/o fallecimientos de los hijos, etc. (Saavedra San Román, 2013).

Siguiendo el estudio de Ferrer, Bosch y Gili (1998), las amas de casa van más al médico en general y a los diferentes especialistas y consumen más fármacos que las mujeres que trabajan fuera de casa; además, manifiestan padecer más sintomatología aguda y más cantidad de enfermedades crónicas y valoran peor su estado de salud. La peor salud percibida de las mujeres ha sido extensamente contextualizada en las últimas décadas en el reparto desigual de las cargas de trabajo reproductivo (Dahlin y Härkönen, 2013; Sugiura et al., 2004; Borrell et al., 2004).

Entre las dimensiones de la calidad de vida que son afectadas por el rol de cuidadora encontramos que el dar cuidados disminuye la probabilidad de tener un empleo, reduce el número de horas de trabajo remunerado y aumenta la temporalidad y el riesgo de pobreza (Colombo et al., 2011). Así mismo, se produce una reducción del tiempo de ocio y del tiempo para cuidar de sí mismas, que está relacionado con mayores tasas de depresión y soledad (Jiménez-Martín y Vilaplana, 2012).

El cuidado de otros es un factor de vulnerabilidad para la salud de las mujeres porque implica una falta de proyecto personal, confinamiento y aislamiento, es una tarea repetitiva, invisible, infravalorada y un trabajo infra remunerado (Conde, 2000). También implica una falta de apoyo social y familiar (lo que lleva a la sobrecarga física y emocional), situaciones de abuso emocional por parte de miembros de la familia,  falta de tiempo y autocuidados, exposición a situaciones de subordinación, dependencia económica y emocional, que en sí mismas son vulnerabilidades, pero también son la base para cualquier abuso, maltrato y violencia contra las mujeres (Blanco Prieto et al., 2004; Burín, 1991).

Por otro lado, aunque las mujeres han aumentado su participación en el mercado laboral, no ha habido cambios significativos en la distribución del trabajo domestico, y se han producido pocos avances sociales que reduzcan la doble carga de trabajo que tienen las mujeres españolas (INE 2016).

Con todo lo expuesto, queda clara la necesidad de que se generen políticas de igualdad que faciliten la corresponsabilidad por parte de los hombres en las tareas domésticas y de cuidados, y que reduzcan la doble carga de trabajo de las mujeres que entran al mercado laboral, para minimizar los daños psicológicos y físicos con los que se ven afectadas las mujeres.

 

Beatriz Regadera Martínez

Psicóloga General Sanitaria con máster en estudios de género.

Nº Col: M-34783

 

 

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