Érase una vez que se era una bonita jirafa llamada Nube Roja. 

Desde su primera infancia soñaba con viajar al Oeste y eso era debido a las muchas historias que su abuelo paterno le había contado sobre indios apaches, pieles rojas y pies negros. Aunque su preferida, la que Nube Roja pedía a su abuelo que le repitiese una y otra vez, era una en la que uno de los últimos indios mohicanos luchaba ferozmente contra un puma para salvar su vida y acababan rodando a la orilla de un río.

Cada noche después de que su mamá la tapase en su camita, la pequeña Nube Roja se imaginaba preparando su hatillo y lanzándose a la aventura. ¿Pero, cuándo y cómo lo haría?

No tardó mucho en decidirse, tan fuerte era el deseo de marchar. Sin embargo, tuvo que esperar a que se produjese la ocasión propicia. Y, por fín, se dió. Por la mañana, sin decir nada, comenzó con los preparativos del viaje. El día transcurrió bastante despacio. Tras recoger dos o tres cositas y envolverlas en una mantita de cuadros, salió, en mitad de la noche, a hurtadillas, intentando no despertar a sus padres. Como no disponía de linterna y la luna era menguante, al poco de salir del poblado buscó un lugar donde echar un sueñecito. 

Al alba, se desperezó y apoyando el hatillo sobre su cuello, comenzó a caminar por senderos de tierra y arena hasta que logró alcanzar una gran carretera. El cielo recién estrenado, un poderoso sol y una cortina de humo acuoso alzada sobre el asfalto, producían en nuestra amiga la engañosa sensación de estar dentro de una nueva dimensión. Desde la tarde de su partida, no había tomado agua y el sueño comenzaba a vencerla de nuevo. Descansó bajo el primer árbol que encontró y la despertó el frío del ocaso, una noche estrellada en la que Nube Roja con su cuello mucho más erguido que de costumbre y mirando hacia la luna, imaginó que todos sus deseos se hacían realidad en un futuro muy cercano.

A la mañana siguiente, continuó su marcha. Tan sólo había dado unos cuantos pasos, cuando un oso que viajaba en su camión frigorífico se detuvo con un estrepitoso frenazo ante ella y, sacando su enorme cabezota por la ventanilla, la invitó a subir.

Aquel camionero tenía una misión muy especial. Tenía que transportar y repartir un cargamento de verduras congeladas a varias ciudades y pequeños poblados del Oeste, donde, como todos sabéis, el fuego es infernal y no llueve en años, por lo que carecen de huertos, de árboles frutales y de verduras.

El oso le contó a Nube Roja algunas de las aventuras que había vivido en sus viajes, con tal entusiasmo que ni miraba los indicadores de la carretera. De este modo, cuando llegaron al cruce más importante, Oso Blanco, ese era su nombre propio, en lugar de girar hacia la izquierda, sin darse cuenta, continuó recto, hacia el norte.

La pequeña jirafa comenzó a sospechar que algo no marchaba bien en cuanto sintió que la temperatura descendía y que en el paisaje, que visualizaban a través de las ventanillas cerradas, ya no predominaban los tonos marrones y ocres, sino los verdosos y los blancos y que el horizonte aparecía recortado por irregulares cadenas montañosas, suavizadas por las sedosas copas de miles de abetos nevados.

Nube Roja le pidió a su amigo oso que se detuviese y descendió a trompicones del camión. Estaba confundida y rompió a llorar. El frío congelaba sus lágrimas saladas formando bolitas perladas que resbalaban sobre sus hermosas mejillas, cayendo y anudándose alrededor de su majestuoso cuello. Los animalillos que por allí se encontraban imaginaban que nuestra pequeña jirafa era una reina con un collar de diamantes, recién llegada desde el misterioso y lejano Oriente.

Nube Roja miró a su alrededor, multitud de lagos de heladas aguas transparentes dejaron perpleja a nuestra descompuesta jirafa que tuvo que sacar de su hatillo un pañuelo encarnado, que muy previsora había incluido en su equipaje para protegerse de las ventiscas del Oeste. Rápida como el viento colocó la pañoleta alrededor de su cuello para evitar que sus cuerdas vocales terminasen cristalizadas como sus lágrimas.

Oso Blanco se disculpó. No recordaba ningún otro viaje en el que se hubiese equivocado de dirección. Estaba tan a gusto relatando sus trilladas narraciones a la pequeña y boquiabierta Nube Roja que se había despistado. No le importó tener que hacer otros cien kilómetros para resolver su error y alcanzar su auténtico destino.

-Nube Roja, ¿Por qué tienes tanto empeño en conocer el Oeste?-Preguntó Oso Blanco, con el empeño en sacarla de su tristeza.

La jirafa le explicó que su familia, al ponerle un nombre tan peculiar como Nube Roja, sembró en ella una semilla que germinaría unos años más tarde. Y continuó contándole cómo su abuelo, llamado Nube Verde, se había criado en una tribu india que lo había encontrado en la orilla de la playa en la que solían pescar, junto a los restos del barco en que viajaba.

Mi abuelo se había embarcado con sus padres y compañeros del Gran Circo Africano hacia tierras americanas. Allí, miles de animalitos les esperaban con gran ilusión, pues nunca habían tenido la suerte de ver animales tan exóticos representando sus números de acrobacias, magia, etc. Mas, en  aquella ocasión, ninguno de ellos pudo asistir a sesión circense alguna, ya que una iracunda tormenta que izó olas de más de noventa metros de altura, de un solo bocado se tragó el barco, la tripulación y los pasajeros. El único que salvó la vida fue mi abuelo; su padre tuvo el tiempo justo para sujetarle con una soga a un baúl de madera y así llegó flotando hasta aquella playa de pálidas arenas. Permaneció inconsciente durante dos días, hasta que el rumor de lenguas extrañas le despertó. Abrió y cerró los ojos en milésimas de segundo. Estaba tan desorientado que se asustó al ver que se hallaba en un lugar desconocido, rodeado de seres irreconocibles. Creyó que se encontraba atrapado en una horrenda pesadilla.

Lo trasladaron al poblado en una camilla que armaron allí mismo con ramas y hojas de palmera y lo dejaron acostado sobre un camastro de paja en el interior de una de sus tiendas de lona decoradas con coloridas y vivas pinturas. Una bonita niña india se  acercó y, arrodillándose a su lado, le lavó la frente y le puso un paño, empapado en agua dulce, en sus labios. Al cabo de unas horas, terrorosas imágenes del naufragio torpedearon su mente y pudo comprender lo sucedido. Mi abuelo me contó que en aquel preciso momento su corazón se rompió llenándose de dolor y tristeza por la pérdida de sus padres y de sus compañeros de circo. Para alegrarle y como bienvenida, los indígenas le hicieron una fiesta y le pusieron un nombre indio, Nube Verde, por haber sido premiado con una nueva vida, tras la noche de la gran tormenta, en la que la bóveda celeste se vistió con una capa de color aceituna. 

Cuando mi abuelo pudo ponerse en pié y caminar, le fueron enseñando sus costumbres, sus bailes, la forma de hacer arcos y flechas; aprendió a leer mensajes ocultos en las estrellas las noches de luna llena, a orientarse en el bosque sirviéndose del lenguaje de las aves, del color de las hojas de los árboles y destacó por su habilidad a la hora de comunicarse con señales de humo con indios de tribus que habitaban en poblados enclavados al otro lado del Gran Cañón del Río Chocolateado.

Un día, mi abuelo, a pesar de lo bien que se encontraba con sus nuevos amigos, comenzó a sentir nostalgia, el deseo de volver a encontrarse y abrazar a sus familiares y amigos cobraba más fuerza. Así que tomó la decisión y con los ojos humedecidos y cargado de collares y otros regalos, se embarcó rumbo a su tierra natal. Desde el barco, les decía adiós con ambas manos, el corazón encogido y los pelillos de punta, también, pues tenía que reconocer que sentía miedo a que otra tormenta lo arrastrase a los confines de la tierra o a las profundidades marinas.

Cuando desembarcó en la costa africana, tuvo que caminar varios días hasta llegar a su aldea. Allí, todos reían y lloraban de alegría al reconocerle y abrazarle después de tantos años. Pensaban que él también habría perdido la vida en el naufragio. Les contó lo sucedido y todas las experiencias que había vivido. Conoció a la que sería mi abuela, se casaron, tuvieron hijos y varios años después, mi mamá me entregó a la vida. En agradecimiento a aquellos indios que a mi abuelo habían cuidado y acogido en su tribu como un miembro más de su familia y porque vine al mundo en un rojo atardecer de la sabana africana, me pusieron el nombre de Nube Roja.

A medida que me iba haciendo mayor, mi abuelo me ponía al corriente de las costumbres, los cantos de guerra, los ritos y las danzas de los habitantes de aquellas tierras lejanas que habían dado en llamar Oeste. Y lo hacía con tal magia, cariño y respeto, que cada noche, antes de ir a dormir, le rogaba que me volviese a relatar alguna de esas historias tan estimulantes.

El día de mi quinto cumpleaños, mis padres me comunicaron que habían creado una nueva compañía de circo y que, en breve, comenzaríamos a recorrer África con nuestros carromatos y nuestras carpas multicolores, sorprendiendo y haciendo sonreír a miles y miles de niños y a otros muchos animalitos. Nube Roja se puso contentísima y sólo hizo una pregunta:

-¿Qué pasaría si faltaba al colegio?

Sus padres, sonrientes, le explicaron que con ellos viajaría Don Camello, maestro de primaria, y que habían habilitado uno de los carromatos para que pudiese impartir sus clases con toda la comodidad de la que disponían en su actual escuela.

Pasado un año, el director y todos los miembros del Gran Circo Africano, decidieron que sería una buena idea viajar a las Américas. En México tenían importantes contactos que les faciliarían la posibilidad de continuar con sus representaciones por casi todos los poblados de aquel hermoso país.

Nube Roja estaba muy contenta, ya os podéis imaginar porqué. Según le había explicado su abuelo, antes de iniciar su último viaje a la Estrella Polar, el Oeste americano estaba muy próximo a México. Así que imaginaba que, estando allí, un día podría hacer una escapada al poblado donde vivió Nube Verde.

Y llegó el día de la partida. En su corazón luchaban el miedo a esa travesía marítima que podría acabar con sus vidas y la alegría que le imprimía su espíritu aventurero. México estaba tan lejos que tuvimos que estar embarcados durante varias semanas. La parte negativa es que no había mucho espacio para corretear libremente y que los víveres se mantuvieron frescos poco tiempo, además el agua escaseaba. La parte positiva es que tuvimos tiempo para entrenar y perfeccionar nuestras habilidades para luego, en nuestras actuaciones, captar mejor la atención de todos los espectadores. Cada mañana, en la cubierta del barco, mientras Gran Hipopótamo practicaba su tiro con arco, Tigre Mojado saltaba cada vez más veloz a través de un aro en llamas, Puma Negro hacía delicias con sus juegos malabares y un grupo de perritos disfrazados de bomberos ensayaban una y otra vez un número cómico en el que salvaban a una seductora gatita blanca que se hallaba atrapada en su casita incendiada.

Un buen día, nos sacó de nuestros sueños, el vozarrón de Tom Guepardo, un viejo marinero, curtido por los vientos de los océanos. ¡Tierra a la vista! -gritaba con voz ronca.

En poquitas horas pisamos suelo mexicano y cargamos todo el equipaje en enormes carruajes.

Resultó bastante divertido trabajar y viajar como nómadas recorriendo aquel país. Tras las actuaciones nos reuníamos con algunos de los lugareños que nos contaban tantas y tantas cosas de aquellas tierras tan lejanas a las nuestras. Aprendimos mucho de aquellos niños, animalitos y mayores que nos visitaban cada atardecer.

El final ya casi lo puedes adivinar, amigo Oso. Durante semanas planifiqué mi escapada, sabía que si se lo decía a mis padres no me darían su aprobación, asi que preparé una cartita en la que les explicaba que les quería pero que ya era mayor para volar fuera del nido. Les mandaba besos, abrazos y sonrisas y en la postdata les recordé un antiguo proverbio que solía decir mi abuelo que, a pesar de todo lo experimentado, era muy optimista: «Si no hay noticias… buenas noticias». Cerré el sobre y lo coloqué bajo su almohada. Había llegado el momento de llevar a cabo mi sueño, Esta vez sola, me embarqué en una nueva aventura: viajar al Oeste. Y, precisamente, llevaba dos días caminando cuando me invitaste a subir en tu camión.

¡Qué historia tan emocionante! -Dijo Oso Blanco. Ya falta muy poco para alcanzar tu destino. ¡Mira el indicador de la carretera! ¡Cincuenta kilómetros más y llegamos! Comprendo que estés deseando conocer a todos los miembros de la tribu de la que tanto te ha hablado tu abuelo Nube Verde.

A Nube Roja, estos últimos minutos se le hicieron eternos y, aunque su amigo Oso Blanco pretendía distraerla con una animada charla, ella  ya no le escuchaba. Nube Roja intentaba beberse los kilómetros con la mirada. El corazón comenzó a latirle veloz, empezó a sudar y con el calor una a una fueron evaporándose las perlas escarchadas del collar que adornaba su hermoso cuello.

¡Fin de trayecto! -Exclamó Oso Blanco; y abrazando a Nube Roja se despidió de ella emocionado. ¡Qué tengas suerte, pequeña amiga de cuello largo!

Nube Roja, también conmovida, le dijo adiós agitando su pañuelo encarnado y abandonando el camino asfaltado, se adentró por una senda arenosa limitada por arbustos y cactus.

Tras dos jornadas de duro caminar, Nube Roja vislumbró a lo lejos lo que podrían ser señales de humo. Aceleró la marcha con el corazón dando saltitos y, silbando una de las melodías del circo, se encontró frente al poblado indio. Le recibieron con gran entusiasmo pues recordaban con mucho cariño a su abuelo Nube Verde y, al verle llegar, en principio pensaron que se trataba del anciano. Ella les contó cómo su abuelo le fue transmitiendo multitud de anécdotas e historias de estas tierras y de sus habitantes erguidos de piel morena. Respondió a todas las preguntas que le hicieron sobre él y les comentó que ahora nos sonreía desde la Estrella Polar en la que habitaba.

Nube Roja fue muy feliz con aquellos indios, tanto que decidió establecer su residencia definitiva entre ellos. Pensó en sus padres y recordó que les había dejado el proverbio: «Si no hay noticias… buenas noticias». Ellos no se preocuparían y respetarían su decisión.

Si, por casualidad, algunos de vosotros deseáis conocer a nuestra querida amiga Nube Roja, ya sabéis hacia donde tendréis que virar la embarcación de vuestros anhelos.

¡Felices sueños!

Mª Nieves Martínez Hidalgo

Psicóloga Clínica / Psicoterapeuta Acreditada – https://nievesmhidalgo.com

#HazloPorTi #CuidaTuSaludMental


Ilustraciones: Ángel García Maciá

Cuento: Nieves Martínez Hidalgo

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